Hoy, día de la Sagrada Familia, recordemos a tantas familias abrumadas por sus problemas. Y preguntémonos: ¿Es la familia de Nazaret un espejo donde ellas pueden mirarse? ¿O sólo es el modelo para las familias perfectas?
La familia de Jesús tuvo problemas. Unos venían de fuera: las angustias de la pobreza, del rechazo de la gente, del desamparo, de la persecución, del destierro… Otros nacían dentro: las dudas de José, mientras María, indefensa, veía cómo se humedecían los ojos de su esposo; el hijo, que traía a sus padres de cabeza. No comprendían sus palabras ni sus actitudes, cuando despuntaba su autonomía personal: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Como ocurre hoy entre tantos padres e hijos. Pero la familia es el triunfo del amor, que tiene su origen en Dios, a cuya imagen fuimos creados.
Las tormentas familiares, ante el Amor, se convierten en arco iris de paz, en comunión de vida. Ahí, en la realidad más hermosa, importante e influyente de la humanidad, aprendemos a crecer como personas.
En algunos ambientes, se ha absolutizado un modelo de familia de “solidaridad cerrada”- mi sangre, mi grupo, mi raza-. Jesús relativizó el valor de este tipo de familia: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y cumplen su voluntad” (Lc 8, 20-21). En Nazaret se amaron con ese amor que sabe salir de sí, perdonar, dialogar, confiar, respetar, comprender, darse a los demás. “Su uniforme era: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión…y, por encima de todo esto, el amor”.
Cristo, conviviendo en una familia, purificó y redimió esta realidad para convertirla en fuente de bendición y alegría, en sacramento de la presencia de Dios. Él vino para dar vida a una gran familia en el Espíritu: los creyentes que, sentados a la mesa de Cristo, son un espacio amoroso de humanización, de personalización, de encuentro gozoso con el Señor, de interioridad, de fuente de solidaridad y libertad, de búsqueda común de respuestas y soluciones a los problemas del momento. Ojalá nuestra Iglesia peregrine en esa dirección y que suceda igual con nuestras familias para que sean una íntima comunión de vida y de amor, una cuna y escuela de humanidad y una iglesia doméstica.
La Eucaristía es una experiencia de familia. Celebra el amor del Padre, entregado en el Hijo y en el Espíritu, y el amor de los hermanos, congregados para compartir la misma mesa. Que venga a nosotros el Reino. ¡Sed felices!
Antonio Ariza, sacerdote